miércoles, 16 de agosto de 2017

Las palabras no son violencia



Una de las ideas aparentemente más atractivas (derivadas) del posmodernismo es la que dice que las palabras pueden ser violencia — así es como muchas personas justifican darle puñetazos a neonazis y la censura del "discurso del odio".

Primero, saquemos los tecnicismos del camino: sí, hay algunas contadas expresiones que son violencia porque configuran un delito (la orden de cometer un delito, las amenazas, la injuria y la calumnia); ese es uno de los límites de la libertad de expresión y se combate con la ley en la mano, no respondiendo con violencia.

Ahora sí, entremos en materia. Creo que no me equivoco al afirmar que parte de la experiencia humana pasa por tener contacto con ideas y expresión de ideas que aborrecemos terriblemente. Confío en que cualquier lector ha experimentado la sensación de malestar que le genera la expresión de ideas que atentan contra todas las fibras de su ser, así como a mí me ocurre con las religiones. Sí, las expresiones que nos disgustan pueden ser una fuente de estrés y los estresores crónicos pueden causar daño físico, como enfermarnos, cambiar nuestro cerebro, matar neuronas y acortar nuestra esperanza de vida.

Pero que algo pueda causar daño físico no lo vuelve inherentemente violento. Primero, porque no todo lo que puede causar daño físico es violencia — de lo contrario, terminaremos considerando violencia cualquier experiencia que pueda causar estrés prolongado, como cuando un profesor deja muchas tareas, o que la persona que nos gusta coquetee con otras personas, o que todavía haya gente que le ponga piña a la pizza. Segundo, porque incluso si cualquier evento que cause estrés prolongado fuera sinónimo de violencia, igual estaríamos frente a una falacia de pendiente resbaladiza: que algo pueda causar estrés prolongado —y por ende daño físico— no se traduce en que siempre cause daño físico/violencia.

Y es que el estrés tampoco es malo por sí mismo. Hay una cantidad razonable de estrés que juega un papel esencial en el desarrollo físico e intelectual humano. Cuando nos exponemos a puntos de vista que atentan contra nuestros valores, la experiencia puede ser desagradable, pero es un proceso de aprendizaje que, literalmente, nos hace más fuertes y resilientes.

Con toda razón, hace unos meses el comentarista político Van Jones hacía una metáfora entre exponerse a puntos de vista adversos e ir al gimnasio:

No quiero que estés a salvo, ideológicamente. No quiero que estés a salvo, emocionalmente. Quiero que seas fuerte. Es diferente. No te voy a pavimentar el camino. Ponte unas botas y aprende a lidiar con la adversidad. No voy a sacar las pesas del gimnasio; ese es el punto del gimnasio.

Si seguimos por la vía posmoderna de echar el diccionario a la caneca y redifinir "violencia" para incluir todo lo que nos molesta, terminaremos justificando el golpear a cualquier persona que piense o guste diferente de nosotros —de hecho, esto ya viene ocurriendo—. Es más, el argumento no es sólo que las personas con las que discrepamos también tienen derechos, sino que la libertad de expresión que más debemos proteger es la de opiniones que aborrecemos profundamente (que básicamente fue la razón por la cuál no denuncié a Alejandro Ordóñez).

Incluso el "discurso del odio" debe ser permitido porque si decides que una expresión es tan ruin que amerita ser prohibida, estás estableciendo un principio de que quienes ostentan el poder pueden hacer lo mismo, y abre la posibilidad de que prohíban el discurso que tú favoreces.

La mejor y única manera democrática de responder al discurso del odio y otras malas ideas es con mejores ideas. Por ejemplo, a finales de los Noventa, Christopher Hitchens ridiculizó el supremacismo blanco haciéndoles una entrevista — Hitchens logró afectar y hacer retroceder la agenda neonazi sin dar un solo golpe:


Esto jamás habría sido posible si las absurdas ideas racistas de estas patéticas excusas de seres humanos hubieran estado prohibidas, o si en vez de llevarlos al set para la entrevista Hitchens los hubiera citado en un ring.

Vivir en sociedad implica tener que exponernos de vez en cuando a ideas y nociones desagradables —y hasta impresentables—. Pocas cosas me hacen hervir más la sangre que la discriminación por rasgos biológicos (racismo, sexismo, homofobia), pero ni en mis sueños más salvajes se me cruzaría por la cabeza impedir que esas personas se expresen o clasificar sus ridículas opiniones como violencia (o, peor aún, ejercer la violencia 'preventiva' contra ellos para que no expresen sus ideas). No sólo porque necesito saber lo que dicen para refutarlo, sino porque yo no soy quién para decidir las ideas a las que los demás pueden estar expuestos o no (y, ya puestos, nadie debería ostentar dicho cargo) — en una sociedad medianamente funcional, o que aspire a serlo, resulta absurdo y arrogante erigirnos en los jueces de las ideas a las cuales los pobres ignorantes y plebeyos pueden tener acceso y cuáles son demasiado peligrosas. Las sociedades florecen cuando fluye el libre intercambio de ideas.

Como dije al inicio, la idea de que las opiniones y palabras son violencia puede parecer muy atractiva, pero no es más que una trampa retórica de promoción de la censura. Y no es de extrañar que, a medida que gana popularidad, también van recuperando terreno ideologías que ya casi habíamos desterrado, como el racismo. El autoritarismo engendra autoritarismo, no hay de otra.

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Publicado en De Avanzada por David Osorio

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