
Esta es una traducción libre del artículo Why We Need Wealth Taxes, por Grace Blakeley, publicado originalmente en su página, el 24 de septiembre de 2025.
Este es el texto del discurso pronunciado por Blakeley la noche anterior en un evento organizado por Richard Burgon.
(Aunque el artículo está enfocado a una audiencia británica, sus argumentos y conclusiones son generalizables a todos los países con una economía de mercado.)
Estamos viviendo una segunda Edad Dorada. Las personas más ricas del planeta han acumulado fortunas tan vastas que son casi imposibles de comprender. Un puñado de multimillonarios posee ahora más riqueza que la mitad más pobre de la humanidad. En el Reino Unido, solo 50 familias tienen más riqueza que la mitad más pobre de la población. Contrasta esto con el hecho de que un 26 % de las personas, una cifra récord, afirma que "le cuesta llegar a fin de mes" con sus ingresos actuales — un incremento de 10 puntos porcentuales desde antes de la pandemia.
La economía amañada
Esta asombrosa desigualdad no es accidental. Durante los últimos cuarenta años, gobiernos de todas las tendencias políticas han reescrito deliberadamente las reglas de la economía para favorecer la riqueza frente al trabajo. Han reducido los impuestos a los ricos, han creado lagunas jurídicas que aprovechan los asesores fiscales mejor pagos y han hecho la vista gorda ante los paraísos fiscales. Han privatizado los bienes públicos y desregulado las finanzas, creando las condiciones perfectas para que los súper ricos nos saquen aún más provecho al resto.
El resultado es un sistema en el que se grava el trabajo, pero no la riqueza. Si eres enfermero o constructor, tus ingresos están sujetos al impuesto sobre la renta y al seguro nacional. Pero si eres multimillonario y tienes una cartera de propiedades y acciones, puedes relajarte mientras tus activos crecen silenciosamente, sin que el fisco apenas les toque, año tras año. Eso no es un mercado libre, sino un mercado amañado.
El impuesto sobre el patrimonio tiene como objetivo corregir esta situación. Como hemos escuchado, un modesto impuesto anual sobre los más ricos permitiría recaudar fondos para reconstruir nuestras escuelas y hospitales en ruinas, financiar un Nuevo Acuerdo Verde para hacer frente a la crisis climática y revertir los recortes que han dejado a nuestras comunidades en una situación difícil.
De la democracia a la oligarquía
Pero un impuesto sobre el patrimonio no solo tiene que ver con los ingresos. Tiene que ver con la democracia. La riqueza extrema no es solo un problema económico, es también un problema político. Los multimillonarios utilizan su poder para influir en las políticas, comprar influencia en los medios de comunicación e inclinar la democracia a su favor. Basta con fijarse en nuestro ex primer ministro David Cameron y su amigo Lex Greensill.
Como quedó claro cuando quebró, Greensill Capital era una institución financiera disfrazada de empresa normal. Lex Greensill contrató a Cameron para asegurarse de que su negocio no estuviera regulado como una institución financiera, lo que le permitía asumir muchos más riesgos de los que debería. Como era de esperar, este castillo de naipes se derrumbó durante la pandemia, cuando muchos de los clientes de la empresa no pudieron hacer frente a sus obligaciones. Ese fue el momento de Cameron para brillar. Él envió mensajes de texto a altos cargos del Tesoro y del Banco de Inglaterra suplicando un préstamo para Greensill. Finalmente, consiguió uno del British Business Bank. Poco después, Greensill quebró.
Esta historia muestra cómo las personas con una riqueza extrema tienen una relación fundamentalmente diferente con el Estado británico que aquellas que no la tienen. Si eres Lex Greensill y tu empresa se mete en problemas, envías a tu mercenario —el ex primer ministro— para conseguir un préstamo barato del gobierno. Pero si eres un médico o una enfermera que lucha por llegar a fin de mes, tendrás que hacer huelga durante meses para que el gobierno ignore por completo tu sufrimiento. El Estado británico es muy poderoso cuando se trata de ayudar a multimillonarios o aplastar protestas, y muy débil cuando se trata de ayudar a la gente común.
Mientras existan multimillonarios, seguirán tratando a nuestros gobiernos como alcancías. Desde hacer cabildeo en contra de las medidas climáticas, hasta canalizar dinero a poderosos grupos de expertos, pasando por financiar directamente a los partidos políticos, sus fortunas les dan derecho de veto sobre el futuro. Si nos importa el autogobierno democrático, no podemos permitir que ese poder siga sin control.
Propaganda de los multimillonarios
Como era de esperar, los súper ricos y sus defensores nos dirán que esto es imposible. Amenazarán con huir del país. Advertirán sobre la fuga de capitales y el caos económico. Pero estos argumentos son tan antiguos como el propio capitalismo. Algunos multimillonarios se irán, pero no podrán llevarse toda su riqueza consigo, porque su riqueza proviene de nosotros. La verdad es que los multimillonarios dependen de las sociedades en las que viven: de la tierra, de las infraestructuras públicas, de los trabajadores cualificados, del Estado de derecho. No pueden simplemente separar su riqueza de las sociedades que la sustentan.
Los multimillonarios dependen de las sociedades en las que viven para mantener sus fortunas, pero son completamente alérgicos a la rendición de cuentas. Están encantados de donar dinero a causas filantrópicas, recibiendo todos los elogios que ello conlleva, pero se resisten ferozmente a cualquier intento de crear estructuras institucionales que les obliguen a rendir cuentas, al igual que se resisten ferozmente a pagar impuestos. Porque lo que le importa a la clase multimillonaria no es solo la riqueza, sino el poder. Quieren que todo el mundo sepa, incluidos nuestros políticos, que ellos son los que mandan. Y nuestros políticos son demasiado débiles para defenderse, después de haber pasado décadas aplastando los movimientos populares que podrían respaldarlos en una lucha contra la clase multimillonaria.
La aplicación de impuestos sobre el patrimonio es, en última instancia, una cuestión de justicia. La riqueza a la escala que vemos hoy en día no es producto del genio individual. Se basa en el trabajo de los trabajadores, la extracción de recursos naturales e inversión pública a lo largo de varias generaciones. Nadie se convierte en multimillonario por sí solo. Y nadie tiene derecho a acumular riqueza mientras los niños pasan hambre y los servicios públicos colapsan.
Un impuesto sobre el patrimonio no es radical. Lo que es radical es permitir que una pequeña élite acumule fortunas inimaginables mientras que la mayoría se ve obligada a conformarse con cada vez menos. Lo que es radical es un sistema fiscal que castiga el trabajo y recompensa la especulación. Lo que es radical es la idea de que la democracia debe dar paso a la oligarquía.
Podemos optar por construir un tipo de sociedad diferente, en la que los deseos del 99 % prevalezcan sobre los del 1 %. El impuesto sobre el patrimonio es un paso crucial hacia ese futuro: hacia un futuro en el que se comparta la riqueza, se respete la democracia y todos, no solo los más ricos, puedan vivir con dignidad y seguridad.
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Publicado en De Avanzada por David Osorio | ¿Te ha gustado este post? Síguenos o apóyanos en Substack para no perderte las próximas publicaciones
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