Posiblemente, una de las sorpresas más grandes que uno se lleva cuando se involucra en el activismo laico (al menos en Colombia), es que hay un nada despreciable número de ateos que, por diferentes motivos, se oponen al laicismo. Dejando de lado a los trolls, básicamente podemos dividir a los ateos anti-laicismo en dos categorías: unos lo son porque, de una u otra forma, siguen convencidos del privilegio religioso, la noción de que la religión merece un tratamiento especial que no se le confiere a ningún otro ámbito de la vida humana; de ellos he hablado antes, y seguramente volveré a tratarlos en el futuro.
Pero hoy quiero hablar del segundo grupo: aquellos que se han emancipado de los amigos imaginarios y se han librado de los grilletes del privilegio religioso, pero que en su desdén por la superstición organizada llevan demasiado lejos el propósito de marcar las diferencias. Los que no quieren parecerse en absolutamente nada a las iglesias, pues, y empiezan a ver parecidos en todo.