martes, 28 de octubre de 2025

Disney no te lava el cerebro



Hace unos días hablaba con una amiga que expresó su desprecio por Disney. Según ella, las Princesas Disney habrían enseñado a su generación a asumir roles de género conservadores y machistas: mujeres sin agencia, cuyo propósito sería depender de un hombre que las proteja y decida por ellas.


No es una opinión aislada. Una búsqueda rápida en Google muestra que este es un pensamiento bastante popular: muchos creen que Disney ha condenado a las niñas —y ya no tan niñas— a patrones de dependencia, sumisión y obediencia. Si esto fuera cierto, sería gravísimo. Pero ¿lo es?


Cuando pedí evidencia, mi amiga mencionó que ella y varias conocidas repiten conductas poco favorables para sí mismas, sobre todo en temas de pareja, donde aún buscan al “Príncipe Azul” protector. Sin embargo, no existe un solo estudio revisado por pares publicado en revistas indexadas con alto factor de impacto que demuestre una relación causal entre consumir contenido Disney y reproducir estereotipos de género.


Además, creo que tenemos otras buenas razones para ser escépticos de que las Princesas Disney han sido un vehículo de lavado de cerebro masivo para la sumisión de toda una generación (o más).


La aguja hipodérmica


Para empezar, la idea misma de que el contenido de los productos culturales dicta el comportamiento de los seres humanos es lo que se conoce como hipótesis de la aguja hipodérmica. Esta sugiere que los medios inyectan su mensaje directamente en el público, moldeando comportamientos y pensamientos a voluntad. En realidad, la hipótesis parte de suposiciones infundadas, algunas incluso refutadas absolutamente, como que los humanos reaccionamos uniformemente a los estímulos, la idea de que los mensajes son elaborados minuciosa y estratégicamente para manipular a la audiencia con un inaudito grado de perfección, que los efectos de los medios de comunicación son capaces de causar cambios de comportamiento significativos en los seres humanos, y que la audiencia cautiva es incapaz de escapar de la influencia de los medios.


La aguja hipodérmica también ha servido para sostener que los videojuegos violentos vuelven violentos a los niños — una idea refutada repetidamente, que a pesar de eso se niega a morir, en parte porque hay quienes hacen campañas políticas prometiendo censura. Otro mito popular de la aguja hipodérmica es el cuento de los mensajes subliminales.


Bajo condiciones experimentales, la hipótesis ha fallado una y otra vez. Los pocos casos en que el cine o la televisión han conseguido alterar comportamientos masivos a escala han sido accidentales (como la oleada de niñas llamadas Daenerys o Khaleesi).


No todos los contenidos son propaganda, no toda la propaganda funciona, la que funciona no lo hace todo el tiempo sobre toda la población, y cuando la propaganda funciona, el mensaje necesita ser repetido constantemente. Los medios de comunicación como la televisión y el cine sirven para entretener, aunque no para dictar comportamientos generalizados sobre grandes segmentos de la población.


El Príncipe Azul


Otro de los cimientos del odio a las Princesas Disney parece radicar en que la pareja ideal de muchas mujeres hoy en día sería un hombre con el arquetipo del Príncipe Azul. Sin embargo, Disney no se inventó a los Príncipes Azules; la figura es un personaje recurrente en los cuentos de hadas desde hace siglos, y el término fue acuñado a mediados del siglo 19.


¿Podría ser, acaso, que la causalidad fuera al revés? ¿Es muy descabellado pensar que las historias tradicionales reflejaban preferencias humanas ya existentes, que terminaron siendo incluidas en el material fuente en el que Disney se basó? Sabemos que, en promedio, las mujeres tienden a sentirse atraídas por rasgos asociados a protección y estabilidad —altura, fuerza, recursos— porque aumentan la probabilidad de supervivencia.


Así que, si Disney moldeó el comportamiento de las mujeres occidentales, ¿quién moldeó el de las mujeres que jamás vieron Disney y exhiben patrones similares? ¿Y cómo se explica que las mujeres en países más expuestos a Disney sean también, en promedio, más libres e independientes?


Princesas con relevo generacional


El argumento del lavado de cerebro tampoco encaja con la evolución de las Princesas Disney. Existen tres eras:

  • La damisela en peligro (Cenicienta, Blancanieves)

  • La mujer semiautónoma (Jasmine, Pocahontas, Esmeralda)

  • La mujer empoderada (Moana, Mérida, Elsa)


Si Disney estuviera comprometido con reforzar roles tradicionales, ¿por qué cambiaría el modelo de sus protagonistas hacia figuras más independientes?


La explicación más parsimoniosa es que el contenido se ajusta a la audiencia. No sería extraño que a medida que las mujeres han ido adquiriendo más poder adquisitivo y participando más activamente en la sociedad, Disney ha ido adaptando sus personajes.


Por lo mismo, también resulta absurdo pensar que guionistas y directoras como Brenda Chapman o Jennifer Lee —quienes trabajaron en proyectos como La Bella y la Bestia, El rey león, Brave y Frozen— se prestaran a reforzar estereotipos de género machistas. ¿Debemos suponer, entonces, que estas mujeres, que rompieron techos de cristal en la industria, simplemente contribuyeron sin protestar a hacer historias que instruían a las mujeres para que fueran sumisas?


La verdadera agenda de Disney


Esta no es la primera vez que Disney es acusado de conspirar usando sus contenidos para promover una agenda malévola. Ese dudoso honor lo tienen los marxistas Ariel Dorfman y Armand Mattelart, quienes en 1971 publicaron su ensayo Para leer al Pato Donald, acusando a esa caricatura (y por extensión a Disney) de ser un arma de propaganda del imperialismo y capitalismo yankees. Lo que Dorfman y Mattelart no se molestaron en averiguar, es que Disney le daba libertad creativa a sus ilustradores, y que el caricaturista del Pato Donald, Carl Barks, incluía críticas sociales e incluso referencias anticapitalistas y antiimperialistas en sus viñetas. Barks ni siquiera sabía que su contenido era consumido por fuera de EEUU, y hay indicios de que Barks proyectó su propia experiencia como dibujante mal pagado en el Pato Donald, y que algunas de sus historias retratan a los imperialistas como tontos y malvados.


No hay caso. Dorfman y Mattelart estaban tan enamorados de su creencia que pasaron por alto estos mensajes afines a su postura porque habría hecho añicos la hipótesis que los terminaría catapultando a la fama.


Creo que existe una hipótesis mucho más sencilla con un mayor poder explicativo para los contenidos de Disney: a los dueños de las corporaciones y multinacionales les gusta hacer mucho dinero. Y si eso significa vender contenidos que le gustan a la audiencia actual, ya sea con princesas sumisas o empoderadas, con la franquicia del antiimperialismo galáctico, con un universo cinematográfico de superhéroes, o con caricaturas que ridiculizan a los capitalistas, lo van a hacer.


Quién sabe cuánta fama habrían cosechado Dorfman y Mattelart si en vez de acusar a Disney de promover el capitalismo con sus productos culturales lo hubieran acusado de ejercer el capitalismo pagándole mal a sus dibujantes...


No es inclusión forzada, es capitalismo


Hay cierta ironía poética en el hecho de que quienes hoy enfilan baterías contra los contenidos de Disney por su supuesto lavado de cerebro no sean guerreros culturales marxistas sino conservadores sociales, preocupadísimos con lo que llaman “inclusión forzada”. Así se escandalizan con el cambio de orientación sexual de personajes ficticios, o de que una actriz mestiza interprete a un personaje mitad humano-mitad pescado (!).


Como siempre ha sido el caso en cualquier industria cultural, los dueños de la propiedad intelectual harán los cambios que a bien tengan, para vender más. Hansel y Gretel originalmente eran abandonados por ambos padres biológicos y el cambio a la madrastra fue para hacerlo más asimilable para la audiencia. Y el Aladino original era chino, ya estaba casado con la princesa, tenía problemas maritales, y había un segundo genio que salía de un anillo — ¿fue “inclusión forzada” cambiar a un solo genio, o pasar de las vicisitudes de un matrimonio a las mieles de la conquista romántica? No. Todos los cambios a un producto cultural son hechos para mejorar su recepción con la audiencia o para hacer más dinero de otra manera. Que la versión de la Bella y la Bestia de los Noventa haya excluido el detalle del incesto (retro-spoiler alert: Bella y Bestia son primos en primer grado) no es inclusión forzada de los valores victorianos, es mercadeo capitalista. También lo fue en su momento darle personalidades (y sus respectivos nombres) a los Siete Enanitos.


En la Notre Dame original de Víctor Hugo, Esmeralda moría; pero la razón por la que sobrevive en El jorobado de Notre Dame de Disney no es para hacer inclusión forzada de la vida, pues al fin y al cabo Quasimodo termina muriendo. ¿Fue eso inclusión forzada de la desechabilidad masculina? En La cenicienta de los Hermanos Grimm, las hermanastras se amputan partes de los pies para que la zapatilla les ajuste; quitar esa parte para la peli no fue inclusión forzada de la autonomía corporal, sino porque habría sido poco digerible para la audiencia.


Lo que llaman “inclusión forzada” no es otra cosa sino el resultado esperable de que vivimos en un mundo con recursos finitos, donde los estudios no van a hacer una película personalizada para cada uno de los miembros de la audiencia, así que toman lo que creen que podría ser aceptable y llamativo para la mayoría de su público objetivo al momento de producir la obra, y hacen un solo producto final para todos. Es lo que tiene vivir en sociedad: a veces, la mayoría tiene gustos radicalmente diferentes a los de uno, y hay que aprender a vivir con el hecho de que, como con cualquier otro producto de consumo, los contenidos culturales van a tender a apelar a esos gustos mayoritarios, tan sesgados como puedan ser. Es adaptar relatos para venderlos a una audiencia más amplia, ajustándose a los gustos del momento. Como dije: es que les gusta ganar dinero.


Quienes se quejan de la “inclusión forzada” no han reparado en que nada les impide hacer su propia película, con sólo gente blanca, rubia, y heterosexual; o un elenco de princesas empoderadas y príncipes inútiles (algo que, de hecho, Disney intentó recientemente, y le fue como a los misioneros de Sentinel del Norte). O pueden comprar los derechos de la peli, y restaurarla a lo que quieren que sea. Al fin y al cabo los únicos que pueden decir qué ocurre con un producto cultural son sus dueños — y ellos no le deben nada a nadie; no, ni siquiera a las frágiles infancias de los copos de nieve que sólo conocieron la versión noventera de las historias, y creen que tienen derecho a que las tramas se mantengan intactas 40 años después, en nombre de su tranquilidad emocional.


Lo que pasa es lo que siempre ha pasado: que la inmensa mayoría de los dueños de las industrias culturales lo que realmente quieren es llenarse los bolsillos tanto como puedan en tan poco tiempo como sea posible, y el camino de menor resistencia para conseguirlo es venderle entretenimiento a sus audiencias, apelando a sus gustos; y en ocasiones eso implica adaptar los contenidos a las sensibilidades morales de la época — que hoy en día resultan ser la radical idea de que las mujeres, los homosexuales y las personas negras son ciudadanos autónomos de pleno derecho, y es normal que hagan parte del panorama.


¿Por qué se pondrían, entonces, a tratar de usar los contenidos para lavarle el cerebro a la audiencia y promover una agenda ideológica, si así como están ya se forran a raudales? Tal vez es que esa es su agenda ideológica: hacer tanto dinero como puedan, de paso pagándole tan miserablemente como sea posible a sus trabajadores (como hacen desde la época de Barks). Y no me cabe duda de que sí tratan de imponer esta agenda ideológica; lo que pasa es que lo hacen comprando políticos, no mediante sus caricaturas, películas o series.


El desprecio hacia Disney puede no ser injustificado entonces, aunque no porque laven cerebros o intenten mantener sumisa al 50% de la población, sino porque su estrategia económica afecta a los trabajadores, que somos el 99% de la población. Mientras se enfocan en explotar trabajadores con despidos masivos, recortes de presupuesto, salarios irrisorios, y evitar pagar impuestos, la mayoría de la sociedad sufre las consecuencias de esta ‘lógica’ voraz.

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Publicado en De Avanzada por David Osorio | ¿Te ha gustado este post? Síguenos o apóyanos en Patreon para no perderte las próximas publicaciones

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