En su columna de la semana pasada, titulada A ciencia incierta, Ana Cristina Restrepo asegura que "mientras la ciencia no sea considerada una política de Estado, continua, es ingenuo esperar cambios estructurales". Casi todos podríamos estar de acuerdo en que razón no le falta — con dificultad encuentra uno a alguien que, en principio, esté en desacuerdo con esa afirmación.
Otra cosa es ponerla en práctica. Mientras todos aceptan que la ciencia debe ser una política de Estado, igualmente rechazan las iniciativas para hacerlo realidad. Ya sea porque se enseñe evolución en los colegios públicos o porque se desarrollen transgénicos que permitan mejorar la calidad de vida de los campesinos, muchos de quienes en principio apoyan la idea de que la ciencia sea una política de Estado, terminan manifestando su vocal oposición a esto mismo.