Una de las cosas que se pueden admirar de EEUU es que cuenta con instituciones muy fuertes, que protegen la democracia del país, independientemente de quién ocupe la Casa Blanca. (Esa es una de las razones por las que creo que el daño que podría hacer Donald Trump si llegara a ganar, sería más limitado de lo que se ha vaticinado.) Por ejemplo, un baluarte de la institucionalidad americana es la enmienda Johnson, un cambio en el código tributario de EEUU realizado en 1954, que prohíbe que ciertas organizaciones exentas de impuestos —como las iglesias— respalden y se opongan a candidatos políticos.
En puridad, lo ideal sería que las iglesias paguen impuestos y no participen en política, pero eso es harina de otro costal. A falta de esto, cualquier persona medianamente preocupada por la separación de Estado e iglesias puede apreciar lo que significa la enmienda Johnson: es una medida que, hasta cierto punto, impide que se use la autoridad que ejercen los líderes religiosos sobre sus borreguitos para inclinar la balanza políticamente hacia un lado.
En una columna para la revista Time, el rabino americano David Wolpe explica por qué la enmienda Johnson también es buena para la religión: