Uno de mis primeros trabajos fue de community manager para una agencia de publicidad, y una de las cuentas que manejaba era la de una heladería. Un día recibimos un mensaje privado en el que se acusaba a la dependiente de una de las tiendas de tener una relación romántica con un señor casado, y la remitente preguntaba cómo podía la compañía tener en nómina a alguien así.
A pesar de que nunca se le dio una respuesta, un borrador de la misma apuntaba a que mientras la trabajadora cumpliera sus funciones en su horario laboral, lo que hiciera en su tiempo libre no era de incumbencia de la heladería, y que aunque la confunsión era comprensible, la compañía se dedicaba exclusivamente a vender helados y no estaba en el negocio de vigilar las vidas privadas de sus empleados, de impartir lecciones de filosofía moral, o de proteger la fidelidad de matrimonios aleatorios cuando uno de los implicados definitivamente no estaba demasiado preocupado por hacerlo él mismo.
Esa, estimaría uno, es una posición razonable de cualquier empresa: que está demasiado ocupada generando dinero como para que le importe lo que hacen sus trabajadores por fuera de la oficina. En los últimos años, sin embargo, han proliferado dos ideas opuestas a nuestra razonable estimación: 1) que las empresas tienen valores; y 2) que es completamente normal el entrometimiento corporativo en las vidas privadas de los empleados.
Empecemos con la idea de que las empresas tienen valores. Tras casos como la contaminación del agua en Hinkley (California), el desastre de PFAS por DuPont, la serie de accidentes fatales en Boeing, la creación de la crisis de los opioides por Purdue Pharma, y cualquier otra barbaridad corporativa sobre la que Netflix luego consiga los derechos, debería ser obvio que la ocurrencia de casos así no es coincidencia. La presencia sistemática de ejecutivos que deciden que los números en sus hojas de cálculo son más importantes que la salud y seguridad de empleados, clientes, consumidores y vecinos es una propiedad innata de la manera como está estructurado el sistema económico; gerentes que puestos en la situación entre generar ganancias a costa de vidas ajenas o no hacerlo, casi siempre van a decidir contra las vidas ajenas. Y pueden alardear de haberle ahorrado millones de dólares a la empresa, de haber tenido ganancias récord este trimestre, o de haber reducido los costos de operación a mínimos históricos — todas esas cosas sobre las cuales les gusta jactarse a los gerentes. Pero lo que no pueden hacer es decir que tienen valores. Esos puestos de trabajo existen, y las posiciones siguen siendo ocupadas, porque son producto del mercado laboral, y mientras el sistema económico y el mercado laboral no sufran una transformación, casos como esos, y peores, van a seguir ocurriendo.
Cuando el trabajo de uno consiste en generarle tanto dinero a la empresa como sea posible, cosas esenciales —como tener suficiente personal, insumos de calidad, o varias rondas de pruebas de seguridad— pierden su apariencia normal de buenas prácticas (obvias) y se desfiguran hasta que sólo son vistas como obstáculos. ¿Para qué tener todas las ventanillas atendiendo, si los clientes pueden hacer filas más largas y los cajeros estresarse más, reduciendo así los costos de operación? ¿Para qué comprar sillas ergonómicas y escritorios con altura graduable, si los genéricos son más económicos? ¿Por qué poner costosos filtros para los desechos de las fábricas y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, si eso no genera una ganancia económica inmediata?
¿Qué valores entran en esos cálculos? ¿Hay ahí algún atisbo de empatía, altruismo, justicia, igualdad, integridad, valentía, pasión, creatividad o innovación?
Podemos trazar una línea recta que va desde el caso más sencillo hasta el más escandaloso porque es un continuo, porque la perversa lógica de incentivos negativos es exactamente la misma, y la diferencia sólo es de grado pero no de tipo. ¿O acaso hay una línea que estas personas no van a cruzar, un umbral, alguna cantidad descomunal de dinero, o una industria particular en la cuál estos acaparadores de centavos se transforman por arte de magia en paladines éticos cuyas prioridades se han invertido? ¿Alguien realmente cree que a medida que las apuestas van creciendo —como no contaminar fuentes hídricas, o no negar el cambio climático— la ética se le enciende a las personas que ocupan cargos que se pueden resumir en que deben apagar cualquier asomo de ponderación moral que podría impedir potencialmente que las arcas de la empresa sigan creciendo?
A pesar del evidente oxímoron de los “valores corporativos”, las empresas los han abrazado para usarlos a conveniencia. Eso incluye, por supuesto, la posibilidad de despedir a los empleados que no tengan los “valores” correctos, y rechazar aplicantes a puestos de trabajo por la misma razón. No hay nada más autodegradante que prepararse para una entrevista de trabajo revisando la Misión y Visión de una compañía; y es muy descarado someter a alguien que lo único que quiere es poder pagarse un techo a un interrogatorio para supuestamente medir qué tan alineados están sus valores con los de un grupo de personas que no han contaminado las fuentes de agua ni reducido el equipo de seguridad de los 747 a niveles sub-óptimos principalmente por falta de oportunidades — porque la vida no los puso en esa posición, sino en la de una empresa dedicada a otras cosas, usualmente de menor tamaño, pero que no dudarían en hacerlo si esas fueran sus circunstancias.
Alguno pensará que estoy siendo injusto, responsabilizando a todo un grupo de personas por los actos de unos pocos, que la mayoría de gerentes no le harían daño ni a una mosca, que estoy haciendo cherry-picking, y que estos ejemplos se tratan de unos pocos casos aislados. Entonces, si los dueños de los medios de producción y los directivos de las compañías son en su mayoría gente de bien, ¿por qué tenemos leyes que prohíben el trabajo infantil? Si los directivos de la mayoría de empresas son estos compendios de virtudes cuyo honor supuestamente estoy mancillando, ¿por qué tuvimos la necesidad de codificar en nuestro ordenamiento jurídico que no se puede contratar seres humanos que no han terminado su proceso de crecimiento físico ni de desarrollo de facultades críticas? ¿Por qué necesitamos hacer explícito que no está bien explotar niños?
Si las industrias de todos los sectores económicos están compuestas por organizaciones que tienen valores, entonces ¿por qué existen leyes contra la explotación laboral? Y si las compañías son estas campeonas de la ética, ¿por qué ponen maquilas en países con escasa o nula regulación laboral? ¿Por qué no contratan local? ¿Por qué montan sus fábricas en China, o ponen su servicio al cliente en India? ¿Por qué son necesarios los sindicatos?
Hace unas semanas, el Gerente General y la Directora de Personal de Astronomer.io fueron el centro de atención en redes sociales cuando su romance de oficina fue captado en cámara durante un concierto de Coldplay. Su reacción se volvió viral y terminó haciendo pública su relación. Días después, la empresa anunció que investigaría lo ocurrido, porque estaba “comprometida con sus valores fundacionales”, y que tienen la simpática expectativa de que sus gerentes y coordinadores marquen la pauta en la conducta para el resto del personal. El de los amantes es un comportamiento completamente legal aunque muy probablemente iba en contra de los estatutos de la empresa sobre relaciones entre colegas; sin embargo, la excusa oficial es que esta es una ofensa que transgrede las fibras morales de la compañía, que este no es simplemente un lugar de trabajo sino una organización en la cual los cargos de liderazgo no sólo deben delegar tareas, dar apoyo, guiar, y establecer las metas de su equipo, sino que además, como parte de sus funciones, se espera que moldeen deontológicamente a sus subalternos.
Cuando Florida expulsó la mano de obra barata por tener el color de piel equivocado, la solución que encontraron no fue contratar gente blanca ofreciendo salarios decentes, sino empezar a abolir las leyes que prohíben el trabajo infantil, para que esos mismos puestos mal pagos sean ocupados por menores de edad. Esta vez no hubo comunicados de las empresas rechazando el trabajo infantil, o negándose a emplearlo; sus fibras morales no son transgredidas con la contratación de niños.
Y ese es el incómodo detalle con los valores: que poseerlos auténticamente significa mantenerse fiel a ellos incluso a pesar de que hacerlo comporte grandes riesgos.
La principal razón por la cual la señalización de virtud es tan aborrecida, a pesar de ser un comportamiento de serie de nuestra especie, es que busca ganar simpatía con un comportamiento o actitud que implica un riesgo aparente que en realidad es mínimo o inexistente. Esto es algo que las empresas también han adoptado, así que, por ejemplo, en los últimos años las cuentas de redes sociales de empresas como Sephora, Mercedes-Benz, BMW, Cisco, Lenovo, y Bethesda, se llenan de arcoíris durante junio, mes del orgullo gay, aunque sólo en las cuentas para audiencias occidentales, mientras que en las cuentas enfocadas en países de mayoría musulmana, su compromiso con la igualdad, libertad y justicia con la comunidad LGBT brilla por su ausencia.
Es muy fácil fingir valores si uno puede despojarse de ellos cuando resultan inconvenientes. Y tener valores hasta que estos se contradicen con las ganancias es exactamente lo mismo que no tenerlos. La Misión y la Visión pueden ser rápidamente barridas bajo la alfombra si aparece una oferta económica lo suficientemente atractiva para producir un cambio de dueño. Los anales del capitalismo están a rebosar con corporaciones que empezaron con buenas intenciones, y que una y otra vez, su firme compromiso con los valores fundacionales se terminó diluyendo y fue reemplazado por el ánimo de lucro. Esto no es coincidencia, ni accidente. Google empezó con el lema de “no ser malvados“ y hoy en día es una corporación dedicada al cobro de rescates en forma de suscripción para que los usuarios puedan acceder a sus propios archivos, y a la colección y venta de datos personales. Parte de la identidad de marca de la heladería americana Ben & Jerry’s era su compromiso medioambiental y defensa de causas sociales, al punto de que uno puede saber con relativa precisión en qué lugar del espectro político se encuentra alguien que compra sus productos. Cuando Ben & Jerry’s fue vendida a Unilever, Ben y Jerry pusieron la condición de que esa identidad de marca continuara por encima de la motivación financiera. Ayy, cositas...
Mientras escribía estas líneas, se supo la noticia de que Jerry renunció a la compañía porque [inserten aquí efecto de sonido siniestro] Unilever rompió su compromiso.
Ninguno de estos casos es un accidente — esto ocurre por diseño: en un ecosistema económico que premia el valor para los accionistas por encima de todo, las empresas y corporaciones se van a transformar necesariamente en entidades que van a exprimirle tanto dinero como puedan a cualquier ser humano que se cruce en su camino, sea un cliente, un proveedor o un empleado.
Nada ilustra mejor la vacuidad y superficialidad de sugerir que las empresas tienen valores que la posesión de la segunda administración de Donald Trump, con su corte de oligarcas tecnológicos detrás. El desastre ético, filosófico, político, moral, económico, social, ambiental y cívico de la primera administración Trump habría sido suficiente para que cualquier persona u organización mínimamente comprometida con un sistema de valores se alejara de su movimiento y Partido como de la peste. Sin embargo, la promesa de ganancias exorbitantes y recortes fiscales bastó para que los barones de la tecnología —y muchos otros— olvidaran esos valores. Qué mundo tan extraño ese en el que el amor, la atracción, la aventura o el deseo carnal pueden ser condenados por ir “contra los valores de la empresa”, mientras que rendirle pleitesía a una figura política envuelta en múltiples delitos financieros y la destrucción de la democracia americana es visto como business as usual. ¿Y qué clase de futuro nos espera si Musk, Zuckerberg y demás ralea pretenden insuflar su cobardía insignia en la conducta de sus empleados?
En caso de confusión, debo aclarar que esto no es un reclamo. Aquí no hay un “debería”, porque yo no abogo por que las compañías deban tener valores, o no deban tenerlos. Aquí hay un “es”, una afirmación de hecho, de que en el ecosistema económico global de 2025 las empresas están físicamente diseñadas para incrementar sus ganancias a como dé lugar, lo que, por definición, las vuelve minusválidas al momento de defender valores. Y eso, en el mejor de los casos.
A la postre, el hecho es que una organización sólo puede optimizarse para hacer una cosa a la vez, y la fisiología de una empresa hoy en día está dispuesta para maximizar los beneficios económicos a toda costa. No se puede ser guardián del presupuesto y de la moral al mismo tiempo, así como no se puede ser arquero y delantero al mismo tiempo, incluso si en ocasiones el arquero cobra penalties y tiros libres. Existen otro tipo de organizaciones, con anatomías diferentes, si se busca defender unos valores o antivalores específicos; por ejemplo, las ONG, las cooperativas de trabajo, las asociaciones de vecinos, los grupos de defensa del consumidor, las organizaciones activistas, la defensa civil, y hasta grupos religiosos.
Las empresas, simplemente, no son organizaciones diseñadas para defender valores — decir que una empresa tiene valores es como hablar del agua en polvo, de un triángulo de cuatro lados, o que una bacteria tiene metas en la vida.
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Publicado en De Avanzada por David Osorio | ¿Te ha gustado este post? Síguenos o apóyanos en Substack para no perderte las próximas publicaciones



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