Últimamente ha hecho carrera la 'paridad' electoral: ajustar la legislación para que un grupo históricamente discriminado, por lo general las mujeres, reciba 'mayor representación' en elecciones, independientemente del número de votos que consigan —o asegurándose de que reciban más votos, por ejemplo, con listas cremallera—.
Hace poco, mi amigo Gabriel Andrade se refirió a estas cuotas electorales mientras comentaba medidas de este tipo que fueron tomadas en su país:
En una plena democracia, rige el principio de universalidad: cada persona vale un voto. Si, bajo ese sistema, la mayoría decide elegir abrumadoramente hombres en la asamblea, lo democrático es respetar esa decisión popular. Un sistema de cuotas pretende colocar freno a la decisión de las mayorías.
Muchas veces, las mayorías se equivocan eligiendo a populistas que manipulan al pueblo. Antaño, muchos países pretendían remediar esto colocando freno al electorado. Así, por ejemplo, se exigía que, tanto para elegir como para ser electo, se cumplieran requisitos como saber leer y escribir, o tener propiedades. Con estas medidas se pretendía que llegaran al poder gente con un mínimo criterio político. En otras palabras, había cuotas electorales para las personas técnicamente preparadas, pues se corría el riesgo de que, en un voto verdaderamente popular, no llegasen, debido a que el populacho no simpatizaría con ellos.
Este sistema de requisitos electorales ha sido justamente criticado como anti-democrático. Pero, hemos de caer en cuenta de que las cuotas electorales, sean basadas en el género o en grupos étnicos, obedecen básicamente al mismo principio. Es una forma de privilegio que atenta en contra de la universalidad del voto. El pueblo elige a una persona, pero otra, en virtud de sus genitales o color de piel, resulta ganadora, aun con la minoría de votos.
Este es un producto posmoderno de la ridícula noción de las políticas de identidad: se cree que si alguien tiene tu mismo color de piel, tu misma cultura o genitales similares decidirá a favor tuyo y estarás mejor representado.
Y es completamente ridículo por dos motivos — primero, los políticos deben gobernar y legislar para todos, así que la noción de resultar particularmente favorecidos por una identidad compartida resulta completamente antidemocrática.
Segundo, las políticas de identidad no funcionan. Hay abrumadora evidencia de que los políticos sólo gobiernan para su propio beneficio; ¿qué ganan las mujeres con más políticas si todas se oponen al aborto y los métodos anticonceptivos?
Él único caso en el que las políticas de identidad funcionan es el mejor ejemplo de por qué tienen que desaparecer: cuando se privilegia la religión del político de turno, violando el principio democrático del laicismo.
¿Cómo se supone que alcancemos la igualdad y la equidad si la política pública sigue reforzando las diferencias?
Darle un estatus legal privilegiado a un grupo de ciudadanos por tener, por ejemplo, determinados rasgos biológicos sigue siendo discriminación. (Y no hay tal cosa como 'racismo positivo' o 'sexismo positivo' — siempre son negativos, lacras que devalúan una democracia.) Y, por supuesto, como con todas las creencias irracionales, estos privilegios cuestan vidas y terminan en paroxismos electorales y jurídicos que hacen que las dicusiones bizantinas sobre si los ángeles podían bailar sobre la cabeza de un alfiler parezcan racionales.
Pero ya puestos, los ateos hemos sido la minoría más perseguida y discriminada de la historia: entonces, ¿para cuándo nuestras cuotas?
(imagen: Pixabay)
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