jueves, 24 de septiembre de 2015

Contra el bicifascismo



Antier, Bogotá tuvo su tercer día sin carro del año, una medida que la Alcaldía justifica diciendo que es para incentivar el uso de la bicicleta y reducir la emisión de dióxido de carbono — al igual que con otras iniciativas, el corte autoritario con el que se busca desincentivar el uso del carro particular me molesta bastante. En vano he argumentado contra la dictadura de las opiniones populares y he visto con incredulidad cómo muchos de mis aliados en la defensa del Estado laico —y quienes dicen oponerse al autoritarismo— celebran este tipo de medidas.

La defensa de las libertades individuales en Colombia es una causa perdida (y con estos activistas tan selectivos con las libertades que deciden defender mientras se ceban obsesivamente con amputar otras, mejor apague y vámonos). Sin embargo, es la causa más justa y por eso merece ser defendida, aunque estemos condenados al fracaso y siempre se termine usando el aparato estatal para premiar o prohibir gustos.

Sin embargo, la oleada de colectivismo del martes también trajo consigo esta columna de Federico Arango, un ciclista que no renunció al sentido común cuando se pasó a la bicicleta, y que llega como una bocanada de aire fresco:

Ahora bien, también con frecuencia prefiero caminar, soy usuario del transporte público y tengo un vehículo particular. A todos estos modos les veo pros y contras. Estoy convencido, por más que suene a obviedad, de que no son excluyentes sino complementarios. Y aquí comienza el problema. Tengo la percepción de que los nuevos usuarios que ha ganado la bici en estos últimos años tienden a constituirse en secta, lo cual no merece ningún reproche, de no ser porque esta tiene rasgos beligerantes y excluyentes que para nada ayudan a que su uso crezca, actitud que es percibida por el resto de bogotanos y que alimenta actitudes hostiles hacia nosotros. Animadversión a la que bastante han colaborado los que, desde la altura de su sillín, con insoportable arrogancia y superioridad moral, miran por encima del hombro a todos aquellos que no se han sumado a la causa mientras se saltan un semáforo en rojo, invaden andenes y no respetan las más mínimas normas.

Que este propósito se convierta en dogma y, lo que es peor, en causa al servicio de proyectos políticos que la trascienden es un craso error. La promoción de la bicicleta no puede ser patrimonio de Peñalosa, Petro o de los que empiezan a conocerse como los ‘bicifascistas’, sino de los bogotanos. Mientras sea rehén de un político o de una población militante –y por lo general afín al político–, el objetivo de que cada vez sean más y más diversos sus usuarios difícilmente se cumplirá. Lograr que más gente la use no se consigue con marchas, consignas y medidas represivas, sino con persuasión, ejemplo y mínimas condiciones en términos de normas e infraestructura.

Por lo general, las discusiones con los fascistas del sillín me han llevado por una plétora de argumentos que no resisten el más mínimo análisis. Por ejemplo, que es por el medio ambiente (el tradicional "el fin justifica los medios"; que nadie les diga que los humanos contaminamos o nos esterilizan forzadamente a todos). O que en Ámsterdam lo hicieron (convenientemente dejan de mencionar que Ámsterdam tiene una décima parte de la población de Bogotá y una octava parte de su tamaño; además, en Ámsterdam el uso de la bicicleta no fue impuesto ni se hizo a costa de los usuarios de carro particular — de hecho, los que usan la bicicleta eligen hacerlo, aún teniendo un carro en casa y pudiendo usarlo sin restricción alguna).

Uno pensaría que lo primero para parecernos a los holandeses es dejar de resolverlo todo a punta de prohibiciones y medidas represivas — forzar a una parte de la población que no le está haciendo daño a nadie a comportarse como no quiere y modificar sus gustos y hábitos de consumo no es sino perpetuar el folclórico bananerismo de republiqueta. De hecho, Arango sugiere que estas medidas, realmente, son populismo, lo que no parece descabellado, ya que no hay mejor manera de ganar votos fácilmente que instrumentalizando la fe y el odio.

Me alegra saber que existen ciclistas como Arango que, no por tener un hobbie o una ideología van echando a la basura los derechos de los demás — ojalá hubiera más como él y menos bicifascistas (admito que me encantó el término; aún más kudos para Arango por el aporte).

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