Una de las cosas que me impresionó cuando leí por primera vez algo de Christopher Hitchens (dios No Es Bueno), fue la cantidad de países que había visitado. Parecía haber ido a todos y cada uno de ellos.
Más adelante, a medida que seguí leyendo sus libros y columnas, me pareció que sólo mencionaba a Colombia una vez (y su análisis fue bastante acertado). Pensé que nunca había venido. Pero me equivocaba. En el marco del Hay Festival de Cartagena (que culmina hoy), Enrique Santos Calderón evoca el paso del gran Hitch por el Hay Festival de Cartagena 2007:
Uno más para la colección de elogios. Por cierto, la traducción del título del libro sobre Teresa de Calcuta es mucho mejor "La Posición del Misionero".
Más adelante, a medida que seguí leyendo sus libros y columnas, me pareció que sólo mencionaba a Colombia una vez (y su análisis fue bastante acertado). Pensé que nunca había venido. Pero me equivocaba. En el marco del Hay Festival de Cartagena (que culmina hoy), Enrique Santos Calderón evoca el paso del gran Hitch por el Hay Festival de Cartagena 2007:
Iba caminando sin prisa por la plaza de Santo Domingo cuando lo vi por primera vez, rojo, sudoroso y embutido como una salchicha en un vestido de lino blanco.
"Uy... allá va el insoportable Hitchens", me dijo Sir Simon Jenkins, solemne y veterano periodista inglés con quien yo acababa de cenar y tenía al otro día un conversatorio sobre el futuro de los medios impresos en la era digital. Me comentó que el personaje era una especie de bufón travieso y pervertido de las letras inglesas, con lo que luego entendí era una mal disimulada envidia de la iconoclasta celebridad de Hitchens.
Quedé intrigado, y la noche siguiente me tropecé con el vilipendiado colega en la plaza de la Aduana, durante la presentación del roquero irlandés Bob Geldof. Deambulaba medio perdido y apenas me le presenté preguntó dónde podría tomarse un whisky, que era precisamente lo que yo estaba buscando. Encontramos un bar y a partir de ahí nos vimos casi todas las noches, en otros bares y en mi casa, a donde lo invité dos veces a conversar con periodistas y escritores invitados al Hay.
El "insoportable Hitchens" me pareció, de lejos, el más brillante y divertido de todos. Culto, locuaz e irreverente como pocos, siempre en busca de emociones, discusiones y estimulantes tropicales, siempre de blanco y sudoroso, con cigarrillo en la izquierda y escocés en la derecha, burlándose de todo (en especial de las demás luminarias del festival), pero indagando con respeto por Colombia, de la cual poco sabía, y seducido por la magia colonial de la ciudad, cuyo calor no dejaba de agobiarlo.
De aquellas veladas cartageneras del Hay-2007 guardo la imagen de un ser intensamente vivo, abierto a todo y presto a cualquier polémica. Me di cuenta de que estaba ante una personalidad excepcionalmente lúcida, erudita e irónica. Amigo de los excesos a la manera de William Blake, fumador y bebedor incansable, era de los que no se aburrían y no aguantaban a los aburridos. Cuando le conté que me había tocado coloquio con su colega londinense Simon Jenkins, me dijo compasivamente: "Qué de malas... con ese petardo".
Hombre apasionado
Solo poco después de aquel certamen literario, cuando comencé a saber más de la vida y obra de Christopher Hitchens, me di cuenta de la verdadera dimensión del personaje, que estaba en la cima de su fama cuando lo sorprendió el cáncer que le causó la muerte, el pasado 15 de diciembre, a los 62 años. Autor de cerca de 20 libros y decenas de ensayos sobre religión, política y literatura; mezcla brillante y explosiva de periodista y escritor, polemista y orador; buscapleitos intelectual y provocador incorregible, no era por supuesto universalmente querido. No podía serlo un tipo sin pelos en la lengua ni respeto por lo políticamente correcto. Entre los blancos predilectos de su pluma feroz figuran la madre Teresa de Calcuta ("enana farsante"), Bill Clinton ("cínico mitómano") y Henry Kissinger ("criminal de guerra").
Pero en los breves días en que lo traté no me constó para nada la matonería intelectual que le endilgan sus malquerientes. "El ateo más famoso de nuestra era", "el mejor polemista vivo de habla inglesa", "el intelectual público por excelencia" son algunos de los calificativos que acompañaron a Christopher Hitchens en los últimos años de su vida apasionada y contradictoria.
Una vida marcada por la oposición al totalitarismo en todas sus formas. Y por la crítica de la religión, también en todas sus formas: el cristianismo, el "islamo-fascismo" y hasta la madre Teresa, objeto de un demoledor ensayo titulado 'La posición misionera'. Dos libros suyos me fascinaron. El de sus memorias (Hitch 22), que publicó en el 2010, y el que escribió en el 2002 sobre George Orwell (Por qué importa Orwell), una documentada exaltación de uno de los intelectuales más íntegros y valientes del siglo XX, a quien Hitchens admiró sin reservas.
En sus memorias, un descarnado libro de 450 páginas, Hitchens repasa desde el suicidio de su madre y sus traumáticas experiencias homosexuales en el colegio, hasta su conversión de trotskista radical en los años 70 a partidario de Bush y la guerra de Irak, en el 2003. En el último capítulo ('¿Declive, mutación, o metamorfosis?'), analiza su proceso de ruptura con la izquierda tradicional, para llegar a la conclusión de que "el que más razón tenía de todos es Karl Marx, cuando recomendó la duda y autocrítica permanentes". Hitchens termina el largo texto sobre su vida declarando que la defensa de la ciencia y la razón es el gran imperativo de nuestro tiempo, y que ser un no creyente forma parte de la actitud antitotalitaria.
En el prólogo a Hitch-22 cuenta que mientras escribía estas memorias se encontró un viejo recorte de prensa que hablaba del "fallecido Christopher Hitchens", lo cual lo lleva a irónicos comentarios sobre lo que significa para alguien leer sobre su deceso e imaginar los mensajes de condolencia y los asistentes al funeral. Sostiene que todo intento por imaginar la propia muerte resulta banal, sin ocurrírsele que muy pronto la pálida dama tocaría a su puerta.
El fin
La cruel ironía en la parábola vital de Hitchens es que, justo cuando termina de escribir sus memorias, y se encuentra en las giras promocionales del libro, le diagnostican, en junio del 2010, un cáncer inoperable del esófago, que se lo lleva en año y medio.
Lo más admirable es la forma como asumió su muerte anunciada y, semana tras semana, escribió y habló con enorme coraje sobre su condición de enfermo terminal. En sus últimos artículos en Vanity Fair comentó que quería darle la cara a doña Muerte, mirarla a los ojos y decirle que la estaba esperando, desde que esta le anunció que su ruidosa vida tenía los días contados. Fiel a lo que fue, escribió con lucidez e irreverencia hasta el último aliento.
Por las calles del Corralito de Piedra, en sus bares y rumbeaderos, ronda por estos días, burlona y traviesa, la entrañable presencia de Christopher Hitchens.
Uno más para la colección de elogios. Por cierto, la traducción del título del libro sobre Teresa de Calcuta es mucho mejor "La Posición del Misionero".
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