Tras unos largúisimos cinco meses Juan Gabriel Vásquez volvió a su columna de El Espectador, y con un acertado lamento por la desaparición total del estado laico:
Para todos los efectos prácticos, la separación de Iglesia y Estado ha dejado de existir: este es un país donde el presidente del Senado negocia las leyes de la República con grupos cristianos y donde todo un Congreso puede hundir un proyecto de derechos civiles sin ningún argumento de derecho civil. Lo que pasó en los debates sobre el matrimonio igualitario fue muy simple: un desconocimiento en toda regla del principio de igualdad ante la ley. A un colectivo de ciudadanos se le negó un derecho del que gozamos los miembros de otro colectivo, y se hizo con argumentos religiosos y por razón de eso que suele llamarse identidad sexual. Jurídicamente, en nada es distinto aquello de negarle el voto a una mujer por ser mujer, o a un judío por ser judío. Pero estas verdades simples no se oyeron en el Congreso, o fueron obliteradas por la gritería histérica y las obsesiones sexuales de Roberto Gerlein, ese lamentable personajillo.
A la cabeza de este nuevo fundamentalismo está el procurador general de la Nación. Ordóñez, como se sabe, es lefebvrista: es miembro de una fraternidad que, siguiendo los principios declarados por su fundador, rechaza el ecumenismo (la igualdad de todos los credos cristianos) y la libertad religiosa. Ha utilizado el enorme poder de su puesto para desconocer o atacar derechos reconocidos por las leyes y la Constitución, y lo ha hecho ante el silencio pusilánime de un Congreso de enanos que actúa, o deja de hacerlo, por temor a sus represalias.
Verdades como puños, que mucha falta hacían.
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