martes, 19 de junio de 2012

Así nació la burbuja inmobiliaria

Acabo de leer Cleptopía: Fabricantes de burbujas y vampiros financieros en la era de la estafa en donde Matt Taibbi hace un descarnado análisis de cómo funcionan las burbujas financieras e, investigación mediante, expone a los culpables de la crisis financiera del 2008.

Aunque esto de ninguna manera conseguirá nunca reemplazar la lectura de este espectacular libro, en una serie de tres posts comenzando por este, citaré fragmentos del mismo para comprender cómo es que miles de millones de dólares volaron en pedazos y desaparecieron en el aire.

Hay que empezar por la burbuja hipotecaria que consistía en ofrecerle casas a personas de escasos o nulos recursos y que muy probablemente no podrían pagar. Esto se convirtió en un gran negocio.

Aquí es donde los bancos de inversión entran en acción. Los bancos y la industria del crédito hipotecario tenían una relación cercana y casi simbiótica. El trabajo de estos últimos consistía en generar el mayor volumen posible de créditos. En el pasado, toda esa masa de préstamos habría sido un problema porque nadie querría estar cerca de millones de dólares concedidos en créditos a inmigrantes pobres que tallan cristal por nueve dólares la hora.

Pero llegaron los bancos y encontraron la solución perfecta. Todo esto es historia antigua para cualquiera que siga el mundo financiero, pero es importante resumirlo para entender lo que sucedió en el verano del 2008. Los bancos perfeccionaron una técnica inventada en los setenta que se llama titulización. En lugar de conceder créditos hipotecarios y quedárselos hasta su vencimiento, la titulización permitió a los bancos juntar las hipotecas en enormes paquetes comunes, para después trocearlos en pedacitos y vendérselos a inversores secundarios bajo forma de valores financieros.

Esta innovación permitió a la industria del crédito intercambiar sus ingresos a largo plazo por dinero inmediato en efectivo. Imagina que vendieras cien créditos a treinta años a diferentes compradores, por un valor total e cincuenta millones de dólares. Antes de la titulización no había manera de transformar esos cien préstamos en dinero instantáneo; tu único acceso al dinero consistía en recolectar cien pequeños pagos cada mes durante treinta años. Sin embargo, ahora los bancos podían juntar los cien créditos, mezclarlos en un único paquete financiero y vender todos esos ingresos futuros a un tercero por una gran suma; en lugar de ganar tres millones de dólares en treinta años, tal vez ganes 1,8 millones ahora mismo, en efectivo. Y así es como se transforma un negocio tradicional de largo plazo en una cacería frenética de dinero inmediato.

Pero la titulización no eliminó un factor a tener en cuenta por los prestamistas: incluso con los paquetes titulizados, nadie querría comprar hipotecas sin la garantía de que son préstamos de buena calidad, es decir, concedidos a gente que vaya a poder devolverlos.

Para solucionar ese inconveniente, los bancos encontraron la siguiente innovación: los derivados. La clave fueron las obligaciones de deuda garantizada (collateral debt obligations), conocidas como CDO, u otros instrumentos parecidos, como las obligaciones hipotecarias garantizadas (collateralized mortgage obligations), que permitieron a los bancos reunir todas esas hipotecas, titulizarlas en grandes paquetes financieros y, a continuación, crear una estructura de pagos dividida en varios niveles.

Imagina una caja que contiene cien hipotecas inmobiliarias. Cada mes, los cien propietarios de esas viviendas pagan sus cuotas metiendo el dinero dentro de la caja. Digamos que la cantidad total de dinero que debe entrar en la caja cada mes es de 320.000 dólares. Lo que hicieron los bancos fue dividir la caja en tres niveles y vender participaciones en cada uno de esos niveles, o franjas, a inversores extranjeros.

Esos inversores no hacen otra cosa que comprar el acceso a los pagos que los propietarios efectúan cada mes. El nivel superior siempre se llama “senior”, o AAA; los inversores que compran la parte AAA de la caja son siempre los primeros en cobrar. El banco podía decir, por ejemplo, que los primeros 200.000 dólares de cada mes, es que entraran en la caja serían destinados a los inversores AAA.

Si la caja recibe más de 200.000 dólares cada mes, es decir, si la mayoría de de los propietarios cumplen con las cuotas debidas, el banco paga a los siguientes inversores, llamados BBB o de mezzanine –por ejemplo, todo el dinero que entre en la caja a partir de 200.000 y hasta un máximo de 260.000-. Estos inversores intermedios obtienen una tasa de ganancia mayor que los de triple A, pero también tienen mayor riesgo de impago: si no entra el dinero, simplemente no cobran.

Los últimos inversores son aquellos cuya franja se conoce comúnmente como “basura tóxica”. Estos inversores solo obtienen su dinero en el caso de que todo el mundo pague sus facturas a tiempo. Tienen una gran probabilidad de no obtener nada, pero si les pagan, su tasa de beneficio es enorme.

Gracias a estos instrumentos derivados los prestamistas pudieron sortear el problema de la calidad de los créditos, escondiendo los préstamos basura en la peculiar alquimia de sus estructuras de “garantía”. El atractivo relativo de una inversión de este tipo dejó de depender de la capacidad de cada propietario para pagar sus cuotas en el largo plazo; ahora, ese atractivo estaba basado en cálculos del tipo “¿cuál es la probabilidad de que más del noventa y tres de cada cien propietarios con puntaje crediticio de al menos 660 no pueda pagar su cuota el mes que viene?”.

Este tipo de cálculos eran profundamente subjetivos, y las agencias de calificación podían manipularlos, como sucede con las pruebas de detección de mentiras, para que dijeran casi cualquier cosa que les conviniera. Y esas agencias, que dependían financieramente casi por completo de los mismos grandes bancos de inversión que las contrataban para evaluar sus activos hipotecarios, creyeron conveniente darle la máxima calificación casi a cualquier título hipotecario que se cruzara por su escritorio.

Lo más vergonzoso de todo fue la ligereza del criterio con que se evaluaba la calidad de las inversiones relacionadas con las hipotecas basura. En un ejemplo famoso, Goldman Sachs juntó un paquete de 8274 hipotecas en el 2006 llamado GSAMP Trust 2006-S3. La proporción entre préstamo y valor en las hipotecas de ese paquete era de un increíble 99,21%. Eso quiere decir que los propietarios habían pagado menos de un 1% del valor de sus casas como entrada inicial –las viviendas carecían casi por completo de inversión líquida real-. Aún peor, un 58% de los créditos estaban clasificados como “no-doc” o “low-doc”, lo que significaba que les faltaba documentación o que carecían de ella por completo: no había pruebas de que los propietarios estuvieran ocupando la vivienda, o de que tuvieran trabajo o acceso a recurso alguno.

Este paquete de hipotecas, en otras palabras, era pura basura, y aún así un 68% del paquete obtuvo una calificación triple A, lo que técnicamente significa “riesgo crediticio próximo a cero”. Esto era resultado de la relación de interdependencia entre bancos y agencias de calificación; no sólo las agencias dependían financieramente casi por completo de los mismos bancos cuyos nuevos productos necesitaban una calificación, sino que las agencias también conspiraron con los bancos instruyéndoles sobre qué debían hacer para burlar el sistema.

“Las agencias de calificación explicaban explícitamente a los bancos qué requisitos exigían sus modelos de cálculo para otorgar una triple A –dice Timothy Power, un agente financiero instalado en Londres que trabajó con derivados durante años-. No hay nada malo en decirle a una empresa que empiece a generar beneficios o le rebajarás la nota. Pero si entras en un mundo de modelos técnicos y estadísticas oscuras con un enorme incentivo para burlar el sistema, estás invitando al desastre”.

Las agencias de calificación no tuvieron la más mínima vergüenza a la hora de explicar lo aparentemente inexplicable: haber estimado, durante años, que la bomba de relojería hipotecaria no representaba riesgo alguno para los inversores. Moody’s, una de las dos agencias que controlan la mayoría del mercado, se sacó de la manga una de las mejores versiones jamás contadas del clásico “el perro se comió mi tarea”, cuando el 21 de mayo del 2008 anunció públicamente, con dos cojones, que un “error informático” había provocado fallos de clasificación en una cantidad incalculable, del orden de miles de millones (miles de millones), de instrumentos basura. “Estamos llevando a cabo una investigación integral del problema”, dijo la agencia.

Luego resultó que la compañía era consciente del “error” al menos desde febrero del 2007 y que, sin embargo, siguió sobrevalorando los instrumentos basura (técnicamente, eran un monstruo conocido como obligaciones de proporción constante) con etiquetas de triple A hasta enero del 2008. Durante ese tiempo, sus ejecutivos siguieron embolsándose millones en comisiones.

¿Por qué la compañía no corrigió la nota de los instrumentos erróneamente evaluados? “Cambiar de metodología para ocultar errores sería inconsistente con los estándares analíticos y con las políticas de la compañía”, dijo Moody’s. Lo que traducido quiere decir: “Lo habríamos mantenido en secreto para siempre, pero nos pilló The Financial Times”.

En este mundo, todos siguieron adelante con la estafa casi hasta que les pusieron las esposas. Financieramente tenía todo el sentido: había tanto dinero en juego que para los ejecutivos lo más eficiente en términos de costos (desde un punto de vista personal) era perseguir beneficios masivos a corto plazo sin importar cómo, aún a sabiendas de que el juego acabaría por explotar antes o después. ¿Por qué no hacerlo, si pasara lo que pasara se iban a quedar con el dinero?

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