Antonio Caballero y Alfredo Molano son muy parecidos. Aunque el primero se me hace más ácido (o sea, mejor) y agudo, estoy bajo la impresión de que ambos periodistas, por muy buenos que sean, comparten dos circunstancias que desprecio. La primera es su tendencia a agrandar las masacres y exabruptos paramilitares, mientras que le restan importancia, matizan o relativizan las atrocidades guerrilleras. (Y tengo esa misma impresión del periodista Hollman Morris.)
La segunda es su sendo aprecio por esa asquerosa y sucia tradición que es la tauromaquia. Cuando Petro promovió el debate sobre prohibirla, ambos utilizaron sus columnas para defenderla, como no podía ser de otra forma, a punta de falacias y sentimentalismos romanticones.
Pues Klaus Ziegler, con un fantabuloso artículo les tumba todo el discurso con el que defienden ese festejo criminal:
¡Klaus Ziegler acaba de entrar en mi lista de columnistas favoritos!
La segunda es su sendo aprecio por esa asquerosa y sucia tradición que es la tauromaquia. Cuando Petro promovió el debate sobre prohibirla, ambos utilizaron sus columnas para defenderla, como no podía ser de otra forma, a punta de falacias y sentimentalismos romanticones.
Pues Klaus Ziegler, con un fantabuloso artículo les tumba todo el discurso con el que defienden ese festejo criminal:
Tras una breve nota histórica, los autores manifiestan que “como todo arte, el del toreo no es comprendido por todo el mundo. Pero esa no es una razón para atacarlo y pretender prohibirlo con el argumento de que es cruel, detrás del cual se esconde el simple afán de prohibir los gustos y aficiones de los demás”. Es verdad que no todos pueden apreciar las sutilezas de un arte difícil como el toreo, aunque cualquiera puede advertir la brutalidad que encierra el espectáculo. El arte no exime la barbarie, ni la limpia. La crueldad de la fiesta brava es la razón para querer vetarla, y no otra. Alegar que los antitaurinos solo buscan prohibir los gustos de los demás es argumentar de manera deshonesta. Pocos comprenden o gustan de la ópera, pero ello jamás ha sido motivo de protestas. Nunca se ha visto que grupos de “antioperáticos” se paren a gritar consignas en frente del Teatro Colón, o del Festspielhaus de Bayreuth, con el solo interés de irrespetar los gustos ajenos. De otro lado, la instalación de un polémico artista costarricense, en la cual amarró un perro famélico a un poste y, como parte de la obra, lo dejó morir de hambre, sí suscitó repudio universal, el rechazo categórico de quienes tal vez comprendan poco de arte contemporáneo pero que tienen la dignidad suficiente para saber que el trato cruel hacia los animales no debe tolerarse bajo ninguna circunstancia, un principio ético elemental que los taurófilos pretender eludir con infinidad de sofismas.
Quienes estamos en contra de la fiesta taurina lo hacemos porque consideramos que los toros, como cualquier otro animal de rango evolutivo superior, poseen sistemas nerviosos complejos, y en consecuencia experimentan sufrimiento y dolor. Por igual motivo nos oponemos a que se abuse de cualquier vertebrado superior, en mataderos, circos, zoológicos, laboratorios… Torturar animales es tan abominable como torturar humanos, de ahí que en la mayoría de las legislaciones del mundo civilizado los espectáculos sádicos como el toreo estén proscritos y sean castigados con cárcel.
Se lee en el siguiente párrafo del Manifiesto: “Nosotros, aficionados a la llamada fiesta brava, reclamamos y defendemos nuestro derecho a gozar de una tradición artística pacífica”. Quizá los autores se refieran al hecho de que, a diferencia de otros espectáculos (el futbol, por ejemplo), los aficionados a las corridas disfrutan de la fiesta sin llegar hasta la agresión personal. Bajo esta visión antropocéntrica, el sufrimiento del animal es un hecho insignificante. Pero detengamos a examinar cuán “pacífica” es la tradición, no desde la perspectiva displicente del fanático, sino desde la óptica de cualquiera capaz de sentir compasión por el sufrimiento de otro ser vivo: una vez el toro sale al ruedo se lo puya para provocarle hemorragias abundantes; la pica destroza los músculos del cuello. Cerca de las heridas abiertas se clavan luego las banderillas, arpones de acero que desgarran la carne a cada movimiento y que completan la labor sádica del picador. Convertido en una piltrafa sanguinolenta, el toro finalmente agacha la cabeza. Brota la sangre a borbotones; la muchedumbre entra en éxtasis. Después de la larga agonía viene la estocada final, que a veces degenera en el espectáculo horripilante de una animal que se ahoga en su propia sangre, atravesado por una espada que entra por el morrillo y sale por la boca. Pero no se oye otra cosa que la ovación delirante. El suplicio del animal es mudo; su dolor se confunde con su bravura. ¡Nada que envidiarle al circo romano!
Prosigue el Manifiesto: “El ataque a las corridas es una manifestación violenta de intolerancia cultural y social. Así como no pretendemos imponerle a nadie nuestra afición, exigimos respeto absoluto por nuestros gustos y sentimientos”. Otra falsedad, pues aunque haya algunos antitaurinos violentos, la inmensa mayoría de quienes nos oponemos a esta crueldad lo hacemos a través de escritos, campañas educativas, o mediante protestas pacíficas. Y en cuanto a tolerancia irrestricta, es obvio que no todo lo que constituya una tradición cultural debe ser consentido. Por el contrario, es un deber ético rechazar costumbres atroces como la lapidación de las adulteras, la pena de muerte a los homosexuales, o la quema de viudas, sin importar de cuál cultura provengan. Un sinnúmero de formas bárbaras de diversión hicieron parte de la identidad cultural de Europa, y hoy son inconcebibles para cualquier persona civilizada. Y si de exigir respeto absoluto por los gustos ajenos se trata, ¿se supone entonces que debemos respetar, por ejemplo, los gustos sexuales de los pederastas o de los sádicos?
Para finalizar, los autores se muestran como conservacionistas comprometidos: “También nosotros somos defensores del medio ambiente y de la conservación de las especies, que incluyen la del toro bravo, y en consecuencia las condiciones que hacen posible su crianza y su existencia”. Entre todas las falacias, la más cínica quizá sea esta. En primer lugar, el toro de lidia no constituye una especie, ni siquiera una subespecie. Es el resultado de un largo proceso de selección artificial realizado por el hombre con el fin de crear una raza de toros idóneos para los espectáculos taurinos. Utilizando el mismo argumento, quienes en nombre de la ciencia emplean animales para perpetrar toda clase de experimentos atroces podrían alegar que si no fuera por su buen corazón ya habrían desaparecido aquellas variedades artificiales creadas precisamente para esos fines. Y todo ello suponiendo que sin las corridas el toro bravo estaría condenado a la extinción, lo cual es otra mentira: según el ministerio del medio ambiente español, “el toro de lidia es una estirpe protegida en el catálogo oficial como raza autóctona, circunstancia que obliga a su fomento y protección por parte de las administraciones”.
El Manifiesto, además de falaz y deshonesto, es cínico. Y no le faltan algunas ridiculeces poéticas, como aquella de que “los ideales de la cultura hispánica sean el sentido trágico y heroico de la vida”; o que el toreo sea “una gran metáfora sobre la vida y la muerte”.
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