La semana pasada terminó con la noticia de que un grupo feminista hizo una hoguera con libros homofóbicos, nada más y nada menos que en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México):
Yo no soy un experto en relaciones públicas, pero sinceramente creo que este tipo de actos perjudican la causa.
Anticipando que vendrán posers que se las dan de lectores de mentes ajenas a atribuirme posturas que no tengo y ahorrarse el tener que hacerle frente a los argumentos, de una vez advierto que yo es que prefiero abogar por mis ideas por medios diferentes a los de Torquemada y Savonarola.
A quienes vienen por un intercambio honesto de ideas podría interesarles saber que en este espacio siempre nos hemos opuesto a cualquier tipo de quema de libros: nos ha parecido condenable cuando Platón pretendió quemar las obras de Demócrito, fue condenable cuando el oligofrénico Alejandro Ordóñez en medio de su celo ultracatólico quemó varios libros, fue condenable cuando lo hizo el pastor Terry Jones al quemar el Corán, ha sido reprochable cada vez que se recurre a la quema de libros para renovar la fatwa contra Salman Rushdie, y tampoco fue moralmente aceptable cuando un ciudadano danés quemó su copia del Corán y consiguió que Dinamarca reviviera su ley antiblasfemia.
El grupo que quemó los libros en Guadalajara le llamó, adecuadamente, un performance — y lo es, porque en la religión del posmodernismo, todo es teatralidad y actuación. Es simbolismo, sí. Y quemar libros siempre ha simbolizado lo mismo: que las personas que encienden la hoguera, si tuvieran el poder suficiente, purgarían de la sociedad a quienes no piensan como ellos — una advertencia, tan clara como las puede haber, de que de alcanzar una posición de poder, lo ejercerían de manera totalitaria para negarle a otros sus libertades, para decirles lo que pueden creer y lo que no, lo que pueden leer y lo que no, las opiniones que les está permitido tener.
Y aquí es donde el asunto se vuelve más turbio, porque esta actitud de pretendida superioridad moral niega de plano los cimientos de la civilización, a saber, el principio de que nadie es perfecto y todos nos podemos equivocar —como los autores homofóbicos proponiendo la 'terapia' de conversión— y que ante la falibilidad inherente al ser humano, lo propio es dirimir los desacuerdos mediante la palabra y el diálogo, y ver en cada caso quién tiene las mejores ideas, las que siguen en pie después de contrastarlas con los hechos conocidos, las que no se derrumban ante la más feroz de las críticas. Reducir la obra ajena a cenizas es privar al resto de congéneres del ejercicio de ridiculizar ideas que merecen ser burladas sin compasión.
El performance también abre la puerta a una reflexión aún más incómoda: quienes niegan que todos nos podemos equivocar, a la vez están diciendo que ellos nunca se equivocan. Y es que entre la relativamente sencilla conclusión de que la orientación sexual de cada uno no es asunto de nadie más y pretender que uno nunca se equivoca media una galaxia. Acertar en la primera de ninguna manera es garantía de lo segundo. Aunque si uno está quemando libros, no está por la labor de escuchar que en algún punto del espacio-tiempo pudo no haber tenido la razón absoluta.
Alguna vez, en otro contexto, alguien comentó que los medios que alguien elige nos dice cuáles son sus fines reales — yo cada vez estoy más convencido de que la cita es aplicable a casi cualquier tema. Y si la historia sirve de indicio, los fines reales de quienes queman libros no suelen ser precisamente humanitarios.
A lo mejor no está de más preguntarse si este grupo en particular realmente busca la igualdad y el respeto por los derechos de las mujeres, o si tienen otros intereses. Y si lo suyo, en efecto, son la igualdad y los derechos, a lo mejor quieran replantearse sus métodos, que ir a una Feria del Libro a quemar libros es un poco como ir a la mansión Playboy a practicar el celibato, o tocar a la puerta de un banco de sangre siendo Testigo de Jehová.
(imagen: Wikimedia Commons)
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Publicado en De Avanzada por David Osorio
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