El febrero que acaba de terminar marcó los 30 años de la fatwa contra Salman Rushdie. Para recapitular: en 1988, se publicó el libro de ficción Los versos satánicos, una novela de realismo mágico inspirada por una interpretación apócrifa de un momento de la vida del profesta islámico Mahoma. En febrero de 1989 el ayatolá iraní Ruhollah Khomeini profirió la fatwa contra el autor para apaciguar a las masas, que estaban furiosas por la firma del tratado de paz que su régimen había firmado con Saddam Hussein. Khomeini llegó a describir el haber tenido que firmar el tratado con Irak como si lo hubieran obligado a tragarse una pastilla de veneno, después de haberle prometido a su pueblo que no firmaría nada porque dios estaba del lado de Irán.
Viéndose en la imperiosa necesidad de un tema que restaurara su imagen de purista religioso y apaciguara a las masas, Khomeini recurrió a ofrecer dinero públicamente por la cabeza de un ciudadano extranjero que había ejercido legítimamente su libertad de expresión para así sedar la indignación pública por la firma del tratado. La cortina de humo perfecta. Una fatwa es un edicto religioso que exige su cumplimiento a cualquier musulmán: en este caso, matar a Rushdie y a cualquier persona que hubiera estado implicada en la publicación de su libro; quien lo llevara a cabo o muriera en el intento, recibiría un acceso automático al cielo.
¿Por qué iba la fatwa emitida por un psicópata en una pocilga feudal a afectar la vida de un reconocido autor en una tierra civilizada como Reino Unido? Pues porque la indignación también hirvió en las comunidades musulmanas británicas, donde se concentraron miles de musulmanes ofendidos esperando que Rushdie apareciera, se disculpara, retirara su libro de circulación y jamás se atreviera a escribir nada que pudiera ofender sus sensibilidades. Es broma: esperaban que el gobierno británico lo entregara para matarlo y ganarse el cielo vengando la "blasfemia".
Así es: miles de adultos aparentemente funcionales, viviendo en uno de los países más avanzados del mundo, fueron completamente incapaces de hacerse responsables de sus propios sentimientos y culparon a Rushdie de los mismos. Decir que la respuesta del establecimiento británico fue una absoluta vergüenza sería quedarse corto: los medios de comunicación —negocios cuya existencia se debe a la protección de la libertad de expresión— a menudo le abrieron los micrófonos a predicadores intolerantes y les parecía bastante normal que en las noticias de la mañana y el mediodía se llamara al asesinato de alguien que no había cometido ningún crimen.
El gobierno británico no lo hizo mucho mejor. Entre la desidia y la apatía, terminaron ofreciéndole de muy mala gana y casi a regañadientes protección policial a Rushdie; sin molestarse siquiera en emitir una defensa de la libertad de expresión. La tierra de Locke, Hume, Bacon y Darwin fue cómplice silenciosa cuando la cabeza de uno de sus ciudadanos fue puesta bajo recompensa por un poder extranjero. Pueden ponerse a llorar los fanboys de Margaret Thatcher que juran y comen tierra que la Dama de Hierro era una abanderada de la libertad.
Incluso otros escritores se pusieron del lado de la turba inquisidora, contra Rushdie. Famosa es la disputa pública de Rushdie y John Le Carré que tuvo lugar 10 años después de la publicación del libro y que se extendió por varias columnas de opinión —y en las que intervino Christopher Hitchens, del lado de la razón y la cordura—, que empezó porque el mequetrefe de Le Carré consideró que "nadie tiene derecho a insultar a una gran religión", como si eso fuera siquiera posible... que no lo es, porque sólo los seres vivos son susceptibles de ser insultados, no así las ideas; y porque no hay tal cosa como una "gran religión" — todas son una receta para la miseria, algunas más que otras, pero ninguna es grande, ni hace grande a nadie.
En el aniversario 20 de la fatwa el inigualable Christopher Hitchens señaló que la fatwa fue el disparo inicial de una guerra cultural contra la libertad. Hoy, 10 años más tarde, el estado del mundo parece darle la razón.
Aunque nunca han podido asesinar a Rushdie —que no es que no lo hayan intentado—, la fatwa tuvo varias víctimas mortales: Hitoshi Igarashi, el traductor japonés de Los versos satánicos, fue apuñalado en el campus donde enseñaba literatura; el traductor italiano Ettore Capriolo fue apuñalado en su apartamento de Milán; William Nygaard, el editor noruego de la novela, recibió tres disparos en la espalda y fue dado por muerto afuera de su casa en Oslo. Sin embargo, y como nunca se cansó de señalar Hitchens, a pesar de estos riesgos y las constantes amenazas de muerte, en su momento las casas editoriales y librerías se negaron a sacar el libro de circulación.
Hoy en día, por el contrario, asesinan a medio Charlie Hebdo (una vez más, por la pseudo-ofensa de insultar una religión), y sus colegas se estremecen de pánico ante la sola idea de republicar sus contenidos. Es más, hoy los autores que son acusados de ofender las sensibilidades ajenas —y tras sufrir inquisiciones en Twitter—, ceden voluntariamente a presentar disculpas y retirar sus obras antes de que siquiera hayan sido publicadas (!).
En pleno 2019, la Inquisición está más de moda que nunca. Para la muestra, con motivo de los 30 años del affair Rushdie, el editor asociado de The Independent, Sean O’Grady, decidió leer por primera vez Los versos satánicos y publicar una reseña de la novela — así es como termina:
El tonto e infantil libro de Rushdie debería ser prohibido bajo la legislación antiodio de hoy. No es mejor que un graffiti racista en una parada de autobús. No lo aceptaría en mi casa, por respeto a los musulmanes y por desprecio a Rushdie, y porque suena bastante aburrido. De hecho, me inclinaría a quemarlo.
Dejando de lado que esta criaturita confunde la melanina con un conjunto de ideas, lo más preocupante es que un editor de un periódico británico ha llamado a la prohibición de un libro y ha fantaseado públicamente con quemar el texto, no sea que alguien pueda encontrarlo ofensivo.
Ha triunfado la excusa que durante años utilizaron los celotípicos machistas para reducir a sus esposas a sacos de boxeo — la idea fascista de que tenemos que responsabilizarnos de los sentimientos de los demás. ¿Cuántas vidas más nos costará volver a desterrarla como justificación de un comportamiento inaceptable? Ya vamos 30, y las cosas no van en la dirección correcta.
(imagen: PA Photos/Landov)
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Publicado en De Avanzada por David Osorio
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