Ya sabemos que la 'cultura de la pureza' causa disfunción sexual.
Este es el testimonio de Samantha Pugsley, a quien convencieron en su iglesia de ser virgen hasta el matrimonio (traducción modificada de la de Upsocl):
“Creyendo que el verdadero amor me espera, hago un compromiso con Dios, conmigo misma, con mi familia, con mis amigos, con mi futuro esposo y mis futuros hijos de abstenerme del sexo desde este día hasta el día en que me case por la Biblia. También de abstenerme de pensamientos sexuales, contacto sexual, pornografía, y acciones que son conocidas por llevar a la excitación sexual”.
A los 10 años hice un compromiso con mi iglesia, junto a otras niñas, de ser virgen hasta el matrimonio. Sí, leíste bien — tenía 10 años.
Miremos a quién era yo a los 10 años: estaba en cuarto de primaria. Jugaba con Barbies y tenía fiestas de té con mis amigas imaginarias. Pretendía que era una sirena cada vez que tomaba un baño. Aún pensaba que los niños eran asquerosos y tampoco tenía idea de que me gustaban las niñas. No me llegó el período sino hasta cuatro años después, no sabía nada sobre sexo.
La iglesia me enseñó que el sexo era para personas casadas. El sexo extramatrimonial era sucio y un pecado, y me iría al infierno si lo hacía. Aprendí eso de niña, tenía una responsabilidad con mi futuro esposo de ser pura para él. Era completamente posible que mi futuro esposo no siguiera siendo puro para mí porque, según la Biblia, él no tenía esa misma responsabilidad. Y, por supuesto, por ser cristiana, yo lo perdonaría por sus pecados pasados y me entregaría completamente a él, en cuerpo y alma.
Cuando me casara, mi labor sería satisfacer las necesidades sexuales de mi esposo. Esto me lo decían una y otra vez, tantas veces que perdí la cuenta, que si seguía siendo pura, mi matrimonio estaría bendecido por Dios y si no lo hacía que se acabaría y terminaría en un divorcio trágico.
Lo creí todo. ¿Por qué no lo haría? Era joven y estas eran personas en las que confiaba. Todos sabían que había hecho los votos de virginidad, por supuesto. El chisme es el alma de la Iglesia Baptista. Mis padres estaban muy orgullosos de mí por tomar esta decisión espiritual. La congregación de la iglesia aplaudió mi santidad.
Por más de una década, llevé mi virginidad como una medalla de honor. Mi iglesia me fomentaba a hacerlo así, contando mi testimonio inspiraría a otras jóvenes a seguir el ejemplo. Si el tema alguna vez salía en una conversación, yo era feliz de hacerle saber a las personas que había hecho una promesa de pureza.
Esto se volvió mi identidad cuando llegué a mi adolescencia. Cuando conocí a mi novio de la época-ahora esposo, le dije inmediatamente que me estaba guardando para el matrimonio y él estuvo de acuerdo con eso porque era mi cuerpo, mi elección y él me amaba.
Estuvimos juntos durante seis años antes de casarnos. Cada vez que hacíamos algo casi sexual, la culpa me perseguía. Me preguntaba dónde estaba la línea porque me aterraba llegar a cruzarla. ¿Él tenía permitido tocarme los senos? ¿Podíamos vernos desnudos? No sabía qué se consideraba lo suficientemente sexual para condenar mi futuro matrimonio y llevarme directo al Infierno.
Una dañina mezcla de orgullo, miedo, y culpa me ayudaron a mantener mi compromiso hasta que nos casamos. En las semanas previas al matrimonio, fui felicitada varias veces por mantener mi virginidad por tanto tiempo. Los comentarios eran entre curiosos (¿Cómo hiciste para manejarlo?) hasta de mal gusto (¡Creo que vas a tener una noche de bodas bastante ocupada!). Los dejé que me pusieran en el pedestal como su perfecta y casta mascota cristiana.
Perdí mi virginidad en la noche de bodas, con mi esposo, así como lo había prometido aquel día cuando tenía 10 años. Estuve en el baño del hotel antes de que sucediera, vestida con mi lencería blanca, pensando, “Lo hice. Soy una buena cristiana”. No hubo coro de ángeles, ni luz iluminándome desde el Cielo. Fuimos solo mi esposo y yo en un cuarto oscuro, un poco torpes con el condón y una botella de lubricante para la primera vez.
El sexo dolió. Sabía que era así. Todos me decían que sería incomodo la primera vez. Lo que no me dijeron es que luego estaría de regreso en el baño, llorando en silencio por razones que no comprendía. No me dijeron que en mi luna de miel lloraría de nuevo, porque el sexo se sentía sucio y mal y un pecado aunque estuviera casada y se suponía que ahora estaba bien.
Cuando llegamos a casa, no podía mirar a nadie a los ojos. Todos sabían que había perdido mi virginidad. Mis padres, la iglesia, mis amigos, mis compañeros de trabajo. Todos sabían que estaba sucia y manchada. Ya no era especial. Mi virginidad se volvió una parte tan esencial de mi personalidad que no sabía quién era sin ella.
La cosa no mejoró. Evitaba desvestirme frente a mi esposo. Trataba no besarlo muy seguido o muy cariñosamente para no dejarnos llevar. Temía la hora de ir a la cama. Tal vez él quisiera tener sexo.
Cuando él quería, yo me obligaba. No había algo que quisiera más que hacerlo feliz porque lo amaba mucho y porque me habían enseñado que mi labor era satisfacer sus necesidades. Pero odiaba el sexo. Algunas veces lloraba antes de dormir porque quería que me gustara, porque no era justo. Había hecho todo bien. Hice la promesa y la cumplí. ¿Dónde estaba el matrimonio bendecido que me habían prometido?
Dejé que siguiera siendo así por casi dos años hasta que no aguanté más. Simplemente no podía seguir haciéndolo. Le conté todo a mi esposo. Mi esposo feminista no podía creer que lo había dejado tocarme cuando yo no quería que lo hiciera. Me hizo prometerle que no volvería a hacer algo que no quisiera nunca más. Dejamos de tener sexo. Me animó a ver a un terapeuta y lo hice. Fue el primer paso en un largo camino de curación.
Las niñas de diez años quieren creer en cuentos de hadas. Haz esta promesa y Dios te amará mucho y estará muy orgulloso de ti, dijeron. Si esperas a tener sexo hasta el matrimonio, Dios te traerá un grandioso esposo cristiano y te casarás y vivirán felices para siempre. Esperar no me trajo felicidad para siempre. Al contrario, controló mi identidad por más de una década, me llevo a terapia, y me hizo ser una extraña en mi propio cuerpo. Estaba tan avergonzada de mi cuerpo y mi sexualidad que hizo que el sexo fuera una experiencia desmoralizante.
Ya no voy a la iglesia, ni soy religiosa. Cuando me empecé a curar, me di cuenta de que no entendía cómo ser religiosa y sexual al tiempo. Escogí el sexo. Cada día es una batalla para recordar que mi cuerpo me pertenece a mí y no a la iglesia de mi infancia. Constantemente me tengo que recordar que una promesa que hice cuando solamente tenía 10 años no define quien soy ahora. Cuando tengo sexo con mi esposo, me aseguro de que sea porque tengo una necesidad sexual y no porque tengo que satisfacer sus deseos.
Ahora estoy completamente convencida de que el concepto de virginidad es usado para controlar la sexualidad femenina. Si pudiera volver en el tiempo, no habría esperado. Habría tenido sexo con mi novio de la época-ahora esposo y no me habría ido al Infierno por eso. Nos habríamos casado a una edad más apropiada y me habría guardado mi sexualidad para mí misma.
Desafortunadamente, no puedo volver en el tiempo pero les puedo dar este mensaje como una conclusión de mis experiencias: si quieres esperar a tener sexo hasta el matrimonio asegúrate de que sea porque eres tú la que quiere eso. Es tu cuerpo; te pertenece a ti, no a tu iglesia. Tu sexualidad no es de incumbencia de nadie, solo tuya.
(Imagen: Lst1984 via photopin cc)
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